
El calor sofocante impregna el bus mientras el conductor le sube el volumen a un vallenato de Diomedes. Está vacío así que decido sentarme cerca de la ventana, a ver si el poquito de brisa me refresca un rato. Llevo unas flores en mi mano derecha y un jugo de naranja bien frío. Me agarro fuerte con mi mano izquierda a la silla de enfrente, soy zurda y así me doy un poco de estabilidad, ya saben cómo son los buses en Barranquilla.
Después de haber escuchado a varios vendedores tratando de hacernos comprar lápices, muñecos y chocolates mientras el conductor cambiaba de Diomedes al vallenato de Los Zuleta, se acerca mi parada para poder bajar del bus, cuando lo hago, me encuentro a la famosa Doña Sonia, que por miedo a que su nieta se perdiera me fue a buscar hasta la estación de gasolina. La veo caminar con su paso lento pero firme, y con una sonrisa que ilumina la calle entera y me calienta el corazón.
De camino a su casa va saludando a todos los vecinos y me va presentando con orgullo como una de sus nietas, la de La Guajira, mientras yo voy diciendo “hola” y tratando de recordar los nombres.
Al llegar, veo todo más pequeño pero con el mismo olor de cuando era niña, coloco las flores en un jarrón y nos servimos el jugo de naranja que nos sabe a gloria en este medio día.
Ahora que tiene una nueva pila en su corazón veo que toma con más calma todas las cosas, que sigue siendo esa mujer fuerte pero va descansando un poquito más. La observo con su máquina de coser cerquita de la luz para ayudar a la vista y detallo la forma cómo me prepara la comida en su cocina mediana. Visitarla y no comer, no cuenta.
Me pregunto cuántas veces me perdí de esto, pensando en lo “ocupada” que yo estaba, olvidando las pequeñas cosas y a esas personas que hacen nuestra existencia un poco mejor. Me pregunto cuántos días me perdí y a cuántos almuerzos falté, sin tener en cuenta un minuto para respirar mejor y sentirme mejor. Y sobre todo, me pregunto sobre esas sabias conversaciones que pude haber tenido antes con ella, y que como es usual me han dejado lecciones para siempre, como aquella en la que la vida va pasando con el tiempo, muy rápido, y que lo único que importa es lo que hagas con ella.
Me interrumpe el olor de la comida, ayudo a servir y a poner la mesa. Damos las gracias por tener el almuerzo, y en ese instante probando su arroz negrito, fui feliz.
Sí, como leí por ahí no hay perspectiva sin distancia, pero que no se nos haga demasiado tarde.
Hoy visité a Doña Sonia, en mis recuerdos.