
Cuando era niña, siempre que veía la fotografía de mis padres mientras se casaban, lloraba. Mi madre no entendía que era lo que le pasaba a su hija, que cada vez que tomaba el álbum de los recuerdos, era como si una gran tragedia hubiese ocurrido, preocupada, le comentaba a mi padre, y él como siempre, despistado, casi ni paraba bolas. Un día, se llenó de coraje, y se acercó a mí, y me preguntó, «Mamita, ¿tú por qué lloras cada vez que miras esa foto?», yo con 6 años y con el suficiente carácter para responderle, en medio de mis lágrimas inocentes, le dije que estaba muy enojada porque no me habían llevado al matrimonio, en ese momento ella bota una carcajada llena de cariño, me toma en sus brazos siempre cálidos, y me contra-responde, con más carácter y amor: «Mi vida, ¡pero si tú ni siquiera habías nacido!»
Era viernes por la noche, la lluvia acompañaba al corazón mientras lo arrugaba inundándolo de recuerdos y memorias. Él la miraba detenidamente, observaba sus curvas, su cabello, reparaba su piel como si fuese la primera vez, se daba cuenta de cómo se movía en el cuarto, arreglando las cosas, ordenando los detalles. Él recordaba cómo se había enamorado, y se dio cuenta que después de veintitrés años, ese amor aún lo movía.
Ella acomodó su espacio, después de un día agitado se merecía descansar un rato, no sin antes encender por un momento el computador, para ver que está pasando en el mundo. Él, haciéndose el distraído, como mirando la televisión, la sigue detallando. Descubre que con el pasar de los años, ella se ha vuelto más bonita, más graciosa, que el tiempo la ha hecho ser más tranquila, para disfrutar, junto a él, el camino de la vida. Al final, es eso lo que importa, la forma en cómo caminas en este mundo. Toma aire en su pecho, como pidiendo fuerzas para sacar esas palabras que lleva dentro, y en un acto de valentía toma ese computador, lo cierra, y la mira, ella perpleja, y a punto de mencionar tres mil palabras por minuto (porque es capaz de hacerlo), se lo queda mirando, y él, con la misma tranquilidad y serenidad de siempre, le pregunta, «¿y si nos casamos?». Ella, estuvo en silencio durante un par de minutos, él ya empezaba a preocuparse, y ella, con su dulzura y sus ojos grandes, empezó a sonreír. No respondió, se levantó, apagó las luces de afuera, terminó de cerrar la casa, volvió a entrar al cuarto, se sentó en su cama, y le dijo, «yo me caso contigo, pero tienes que pedir mi mano en frente de nuestra hija, mis sobrinos y mi hermano». Él, ya sin nervios y un poco más tranquilo, repite la misma frase de cuando la vió la primera vez en la universidad: «con una mujer como tú, así sí me caso yo».
Al parecer esta vez si iré al matrimonio de mis padres.
Hoy la mariposa amarilla, volvió a asomarse por el balcón.