
«Espero que vivas una vida de la que te sientas orgulloso. Y si ves que no es así, espero que tengas la fortaleza para empezar de nuevo»
Necesitaba atravesar parte de la ciudad, y ya para antes de seis de la tarde estaba esperando el autobús. Al parecer mis momentos llegan cuando estoy esperando alguno. El hecho es que mientras lo esperaba, un niño de unos ocho años se me acerca pidiéndome dinero para comer. Es de las peores imágenes que puedo ver, un niño, pidiéndome algo, con ropa desteñida y llena de agujeros. Impotente, así me siento porque por más dinero que le de, no puedo pensar en un grato futuro para él. Como siempre ese autobús va rápido y me toca correr como una atleta profesional en medio de la calle, subo, veo como el niño se aleja y me entristece. Encuentro una silla al final del pasillo, y me acomodo.
Había olvidado lo que es estar en un servicio de transporte público en plena hora pico en esta ciudad. Todos desesperados por alcanzar a tener un puesto libre o por lo menos a no ser tratados como sardinas enlatadas en toda la ruta. Ruido, tráfico, pitos, gritos y demás. Mientras el recorrido continuaba vi a un hombre avanzado en edad al lado de una alcantarilla, tenía un bolso pequeño en dónde parecía tener todas sus pertenencias, con la mirada perdida, algo así como ausente.
Definitivamente hay días de días, en donde uno piensa más que otros, y en dónde el mundo parece más desolador que nunca, sin esperanza, sin futuro. Trataba de no pensar en el niño, trataba de no pensar en ese hombre, pero ver como todos subían con un rostro cansado, como dando un grito de desesperación, créanme que no ayudaba en nada.
A mitad del camino, se asoma un muchacho, joven, camisa manga larga, jeans ajustados, sus cabellos bien puestos en su lugar gracias al gel recién untado. Le pide permiso al señor conductor para entrar, lleva guitarra en mano. Todos los pasajeros habrán pensado «otro vendedor más», con él ya sería el tercero. Pasa rápidamente por encima del torniquete casi volando y con unas dulces palabras sólo dice «Dios los bendiga, espero les guste». Se acomoda en medio de la gente y empieza a cantar. El conductor no tiene piedad, va igual de rápido. En ese momento todos lo escuchan, el ruido del exterior ya no se siente, ver a ese personaje tocar su guitarra con tanta pasión, con tantas ganas y sin importar la humedad y la temperatura que llenaban su limpia camisa de sudor, le alegró la noche a más de a uno, en el fondo la tierna carcajada de una niña termina por hacer de ese momento algo más que maravilloso, el cantante cierra sus ojos y deja en el espacio nuestra imaginación con las letras.
En ese momento me di cuenta que los apasionados, los buenos locos apasionados, son la esperanza de este mundo, y de paso son mis personas favoritas en el planeta. Entregan su trabajo con tanto amor, que hacen de esta sociedad un instante grato para vivir. Los que cantan, los que escriben, los deportistas, los que aman, los que persiguen sus sueños sin importar opiniones de terceros, los que se enamoran sin perjuicios y los que son capaces de sonreirle a gente extraña pareciendo locos, como yo, por ejemplo.
Si no son los locos los que pueden cambiar la realidad de ese niño, y la de ese hombre en la alcantarilla, en realidad no creo que los cuerdos puedan hacer mucho.
El cantante terminó su repertorio y lo único que dijo fue: «Gracias por apoyar mi trabajo».
Saqué unas cuantas monedas, y le respondí: Gracias a ti por este rayito de esperanza.