Fotografía: Dayana Jiménez 2013
– ¿Qué tomas para ser feliz?
– Decisiones.
Acá, mientras en el fondo se escucha un acordeón interpretando “Luna sanjuanera”, me he detenido a pensar en cómo esos pequeños impulsos y decisiones que tomamos en momentos determinantes pueden cambiarle el sentido a todo.
Era 17 de junio en una mañana calurosa de la ciudad de Barranquilla mientras mi mamá me despedía en el aeropuerto con su ya conocido semblante, fuerte, tierno y sentimental. Me dirigía a la tan conocida Bogotá por cuestiones de una organización de voluntarios a la que yo llamo mi trabajo. Papá esta vez no había podido acompañarnos, así que el adiós sería un poco más luchado. Ella estaba ahí, con los ojos llorosos, me dio la bendición y un fuerte abrazo, diciéndome “esta fue la vida que decidiste vivir”. ¿Qué le puede decir uno a la mamá en esa situación? Si es que tiene toda la razón.
Entré a la sala, esta vez con el corazón acelerado mientras mi mente construía la frase: “Sólo son dos semanas, ¿qué tanto puede pasar?”
Pues sí pasó, y mucho.
Hora y media de viaje, aterriza el avión y los pasajeros, cual más desesperado se colocan en pie y empiezo a notar que allá el ritmo es a otro nivel, paso por la puerta de la aeronave y me recibe un frío natural, se abren más mis ojos de sorpresa, casi hablando, pues ya se imaginarán a esta costeña enfrentando a ese clima, me coloco la chaqueta y riéndome de mi misma bajo las escaleras, caminando apresurada para entrar a la sala en dónde cogemos la maletas.
La máquina daba vueltas, y vueltas, y vueltas. No aparecía la mía, “¡ah!, bonita vaina ahora”, me dije. Fueron los tres minutos más eternos que he vivido, y digo eternos porque tenía hambre, hasta que por fin a la linda maleta se le dio la buena voluntad de aparecer, la tomo, y salgo.
Recibo una llamada, era que ya estaba esperándome afuera una de las primeras personas que cambiaría mi viaje en esta historia, uno de los tres vicepresidentes que ideó este programa de viajar para aprender de otros y de nosotros mismos. Guardamos la maleta en el baúl, abro la puerta y me siento, me siento como en casa, ¡pero porque el carro ya estaba caliente de tanto esperar! ¡Qué calor!, “pobrecito, el tan rolo y pasando calor esperándome”, pensé. La temperatura volvió a la normalidad, y empezamos a hablar, esa fue la primera de tantas conversaciones que afectaría mi forma de pensar a tantas cosas, y ahí la aventura comenzó.
Una aventura que no fue de un día sino de doce para ser más exactos, que se resumen en veinticuatro taxis, siete veces en el Transmilenio, e incontables sonrisas.
Bogotá es una ciudad que puede ser caótica, pero si algo aprendí, es que uno tiene que ver más allá de las narices, porque precisamente allá, conocí gente maravillosa, una familia en la cual fui acogida como un miembro más, conocí a jóvenes que aman lo que hacen y que están construyendo en ellos mismos un mejor lugar y una mejor sociedad, porque este mundo necesita gente que ame lo que hace; conocí a taxistas pequeños y altos con formas de hablar tan variadas como comidas hay en el mundo, vi a una pareja de ancianos que parecía tan enamorada como el primer día, ella tan cariñosa y él, ciego, agarrado a su brazo como aferrado a la vida.
Desperté con mañanas nubladas y soleadas que me invitaban a reflexionar sobre lo que hago, conocí a Brasil un viernes por la noche en una fiesta y hasta canté rancheras y baladas en lo que sería un karaoke improvisado, llegué a apoyar a uno de los equipos de fútbol locales, entendí que allá las cervezas no son siempre cervezas, sino también “polas”, probé unos bizcochos que hacen en el Huila y un ajiaco que me dejó activa, también aprendí que los niños, sean de donde sean, son capaces de hacer tu día con una sonrisa, así como ese niño que estaba en su carro con la mamá, ese el que empezó a reír, a saludar y mandarme besos. ¡Qué coqueto!
Y que me conocieran como la costeña, fue un total halago a mi acento.
¿Enseñar yo? En realidad fui a aprender, una total lección de humildad.
Llegó el último día, con nostalgia por las amistades que dejé, pero alegre por las ansias de volverlas a ver, ya en el avión me despedí de esa ciudad que también empecé querer.
Entré a Barranquilla, conseguí un taxi, otro más para la lista y la abuela me recibió en su casa con sus inigualables arepas de queso, gritando un “ajá” en la calle, ya había reconocido que ya no estaba en la capital.
Les escribo esta vez desde La Guajira, mi eterna cuna. ¿Se imaginan si por miedo hubiese decidido decir no al viaje? Créanme, no sería la misma sonriente de hoy.
Definitivamente, esta fue la vida que decidí vivir.