Doña Sonia

Fotografía: Dayana Jiménez 2013.

No es por presumir, pero tengo a la mejor abuelita del mundo, por lo menos, de mi mundo.

Ella se llama Sonia y ya cuenta con 76 años. Tiene marcada la piel con años de experiencia y sus cabellos cortos ya son todos blancos, creo que es porque están llenos de recuerdos. Desde que tengo uso de razón tiene el mismo olor, yo le digo que huele a abuelita, lo guardo en mi memoria, y quiero guardarlo hasta cuando esté viejita, porque es de esos olores que evocan tranquilidad y paz, esa que queremos cuando tenemos días oscuros.

Doña Sonia nunca fue a la escuela, pero aprendió a leer sola, a armar palabras por lógica y a unir frases por sentido común. Por más de treinta años fue modista y sacó adelante a tres hijos en una época en dónde ser mujer y trabajar era una lucha diaria, y poco más que un peligro. Dormía alrededor de cinco horas diarias, y de ella sale la frase aquella que dice «la actividad que no me genere beneficio monetario, es una pérdida de tiempo, pero si es un paseo, ese sí vale la pena», es por eso que cuando salió al mercado la olla para hervir la leche fue de las primeras en comprarlas. Diez minutos de ganancia. ¿Cierto abuelita?

Se ha comportado como casi una revolucionaria y se convirtió en una de las fundadoras de uno de los barrios de Barranquilla. Ha vivido desde Riohacha, en la época de la marimba, hasta el Carmen de Bolívar, dejando vivencias y lecciones de perseverancia a cualquiera que la conoce, como por ejemplo, a mi.

Doña Sonia tiene cuatro nietas y un nieto, y a todos nos quiere y desde que estábamos pequeños nos dejaba llenar las poncheras con agua y bañarnos en el patio bien temprano, frente al palo de coco pero sin dañar el resto de matas, mientras ella nos hacía una torta que sólo ella sabe hacer y que por más que alguien lo intente no le quedará tan rica y tan llena de amor. Su cocina, ay, su cocina, el paraíso hecho vida. Tanta era mi admiración por su talento al cocinar, que cuando tenía ocho años le dije a mi mamá, «mami, quiero el arroz negrito, de ese que hace mi abuela». ¿Arroz negrito? Se preguntó, sí, el de coco mami, el de coco.

Pasan los años y sigue siendo mi arroz preferido, pero que lo haga ella, nadie más. Aunque sus pasos son más lentos, esa sazón no la pierde. Y me sigue dando lecciones, como cuando en la mesa estaba con el celular y tajante me dijo «Deje ese aparato, respete su hora de almuerzo», con la mirada tierna le respondí «Sí señora».

Son cosas que sólo se aprenden de ella, que las cosas, son sólo eso, cosas y pueden llegar en cualquier momento, en cambio los abuelitos, ellos sí se van.

Doña Sonia me sigue dando amor, cuando sabe que viajaré, el día anterior llega al apartamento, dado que sigue viviendo en el barrio que ayudó a fundar, mientras estoy en clases, abre con sus llaves (porque tiene sus propias llaves) y me deja un puré de papa en el microondas.

¿Gloria? Gloria es tenerla a ella conmigo.

Los dejo, Doña Sonia me está llamando a la mesa y me hizo arroz negrito.

No es por presumir, pero tengo a la mejor abuelita del mundo, por lo menos, de mi mundo.

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