
Parecía para mí una noche normal. Mis pasos iban acelerados, tratando de sobrevivir al tráfico de estudiantes que entran y salen de la universidad como es normal a esas horas. Corrí rápidamente a tomar el autobús, estaba lleno, hacía calor e iba de pie. No me preocupé, no demoraría en llegar a casa. Pago y me agarro fuertemente de las sillas, el joven que conduce parece estresado, va muy rápido, y espero de corazón no caerme. De repente noto en frente de mi a una niña y a su mamá, sentadas y agarradas de la mano. La niña me está mirando con sus ojos grandes y expresivos, ¿será que me quiere decir algo? La miré y le sonreí. Ella con una inocencia tan dulce, me mostró su sonrisa, se sonrojó y abrazó a su mamá, como sólo los niños lo saben hacer.
Con curiosidad y picardía ella me seguía mirando. Siempre me ha gustado esa combinación, quizás porque me recuerda un poco a mí.
En ese instante indiscriminadamente su sonrisa cambió mi noche, se me convirtió en un ángel, me transportó a mi niñez, me recordó a mi sobrina que por estos días anda estrenando dientes y lo más importante fue que me hizo sonreír más y más. Me pregunté cómo nadie más lo había notado, estamos tan preocupados por lo que tenemos que hacer que olvidamos prestar atención a los pequeños detalles que andan rondando por ahí.
Pasaron dos minutos y mi parada se acercaba, le devolví la sonrisa una vez más como gesto de despedida y de complicidad. Dije un fuerte gracias, el conductor habrá pensado que era para él, pero en realidad fue para esa niña que hizo de mi noche común una noche no tan común, con su sonrisa.